Masa Corporal
Todo empezó de la manera más previsible. Ese cheescake que un
día le cocinó a Carlos. Y la frase “resistir comiendo cheesecake” que le
pareció cómica pero que terminó reflejando el espíritu de su resistencia.
Lo que no dijo esos meses, lo comió. Almorzó, cenó, desayunó
y merendó diciendo en cada bocado lo que las palabras y la voz le habían
arrebatado de los labios. Se premió con cada chocolate, cada plato de pastas,
cada trozo de pan. Se castigó con suculentas calorías y sin darse cuenta esa
resistencia se empezó a reflejar en su cuerpo que adquiría proporciones más
grandes, más inmensas. Mientras el vientre se extendía más allá de su pera, sus
pechos, su cola, sus piernas, todo, fue aumentando de tamaño.
Refugiada en sus kilos demás logró concretar la venta de su
casa, la compra de su nuevo hogar y transitar con su hermano el proceso de su
enfermedad y su muerte.
No se miraba demasiado al espejo, no era agradable verse el
mentón, la papada, la cara hinchada y los ojos –siempre grandes- asomando
debajo de las cejas.
Un día, no se cual, quizás un día en noviembre se dijo:
basta. Empezó a pensar en todo ese año en que había resistido y se había
castigado al mismo tiempo. Su cuerpo no era ya algo agradable de ver, era una
masa firme o no tanto, sólida, poco armoniosa. Debía revertir la situación
cuanto antes. Antes de que fuera tarde, antes de que se transformara en algo
detestable fundamentalmente para ella que siempre se buscaba en ese cuerpo que
la eludía, ese cuerpo que la complacía poco últimamente.
Sabía bien lo que debía hacer. Lo difícil era concretarlo.
Suspender las harinas, las grasas, pan, pastas, golosinas, todo eso que había
ingerido indiscriminadamente durante un tiempo largo. También registrar todo lo
que comía por escrito, como había hecho hacía algunos años. Esto le había dado
resultado.
-Me parece que vos te gratificás con la comida- le dijeron.
Y era cierto esa gratificación funcionaba la mayoría del
tiempo y a veces también, ella lo sabía, era un castigo.
Pasaron las fiestas, pasó Navidad, y la noche de año nuevo, y
Sol comenzó a odiar su cuerpo cada vez más. Entonces entró en acción y comenzó
a caminar, a anotar –tal y como se había propuesto- todo lo que entraba por su
boca.
La primera semana adelgazó un kilo. Envalentonada bajó otro
más la segunda y un tercero la tercera. Faltaba un largo trecho por recorrer
pero resuelta siguió caminando, andando en bici y comiendo verduras y
frutos…secos.
Transcurrieron los meses, ella insistia, avanzaba, retrocedía, volvía a comenzar. Finalmente llegó el día en que se miró al espejo, y allí, sonriente se vió como quien se mira por primera vez. Había bajado esos treinta kilos que tanto la molestaban. Su cuerpo había recuperado la forma armoniosa que había añorado en tantas fotos de su juventud. Se sintió a gusto con la imagen que le devolvía el espejo. Había adelgazado, había perdido kilos y tenía cincuenta años, el cutis pecoso de siempre y el pelo blanco.
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