La cinta de Moebius


Todos los días de mi vida este año, de lunes a viernes sin excepción han estado ligados al subte de la línea D. No conocía antes de ahora ese maravilloso mundo interior urbano que transcurre a máxima velocidad y que siempre brinda otra oportunidad. Alma invisible y motriz de la ciudad, cinco minutos después de perderlo habrá otro a diferencia del impiadoso tren que una vez perdido, "se te fue el tren mi amor". Se deslizará no importa lo que pase, estación tras estación conduciéndome al trabajo y mis obligaciones todos los días. Lo tomo en estación "Tribunales" y me lleva hasta la terminal "Congreso de Tucumán" donde combino con un sesenta cualquiera de los que vayan por panamericana. En total una hora de viaje hasta mi trabajo y esa sensación inigualable que me acompaña al salir de Tribunales tan diferente de aquella que sube tras mis espaldas cargada en mi mochila cuando lo tomo en Congreso. A la ida la angustia y la ansiedad de una nueva jornada, los problemas por resolver, lo que vendrá. A la vuelta, encontrarlo siempre vacío y la satisfacción del deber cumplido después de tanto afán. La vuelta me asegura que volveré sentada. La ida me pronostica que con suerte podré obtener a mitad del recorrido un lugar para sentarme. Habitantes ineludibles de los subtes son los vendedores ambulantes, ciegos, enfermos y lisiados de todo tipo. Ese inevitable remontarse al Adan de Marechal que con sus suelas de goma intentaba eludir la voz de su conciencia y los agudizados oidos del ciego Polifemo. Pero nunca lo lograba. Acá son ciegos, hombres sin brazos, niñas quemadas que también perdieron algúna parte del cuerpo, hombres con sida y un hijo en brazos, y la voz de la conciencia que roe despiadademente en la corteza cerebral. Esa otra realidad pegándote una cachetada todos los días para que no olvides nunca que tenés suerte, mucha suerte. O no. ¿Como se mide la felicidad después de todo?Los vendedores me han proveído de lapiceras Parker con repuestos que duran dos sílabas, stickers para usar en los cuadernos de los chicos, un anotador anillado pequeño donde escribo angustiosamente esos días donde la vida me alcanza aunque no sea precisamente como un rayo de sol entre las nubes, imágenes de la virgen desatanudos, set de alfileres de gancho, agujas y tijeras y algunas cosas más que olvido mencionar.El subte y mi teléfono celular se encuentran indisolublemente unidos. El celular viene a ser como una extraña prolongación del messenger, terrible adicción de mis horas de ocio. La manera de seguir en contacto aunque esté fuera de casa, el cordón umbilical que no termino de cortar. Y los mensajes se inician cuando subo al subte de ida en Tribunales. Mensajes banales. Un: hola, como te va? y quedar a la espera de la respuesta de Flor para poder transmitir algún sentimiento que necesita salir afuera en ese instante. Los mensajes serán dos o tres. Y si la locura persiste, porque a veces la locura insiste, podré consultar el horóscopo o las noticias de último momento o las del día que serán iguales al titular del Clarín que están en el kiosko a la salida de la boca en Congreso. En días de desesperación llamaré a Laura y tal vez la encuentre. Dos palabras sensatas y ella llamará ansiedad a la locura. Y el día sigue y termina hasta que empieza otro. Pero por suerte, el subte, a diferencia de "te perdiste el tren mi amor" estará allí, abriendo sus puertas fiel y preciso a las doce o a las doce y cinco. Todos los días. De lunes a viernes. Para acortar mi distancia con la realidad necesaria.

Anne Murphy Littlestone, 2006.

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